La entrada de hoy es muy especial, quizás no por lo que cuento, que a fin de cuentas es la temática habitual del blog si no por cómo lo cuento. En esta ocasión he decidido cambiar el punto de vista de la historia y en vez de centrarlo en el «elemento afotado» (o sea, el barco) he optado por fijarme en el «afotador» (es decir, el que suscribe). Tomé la decisión el pasado 23 en uno de esos días de «caza» complicados cuando la enésima racha de viento huracanado estuvo a punto de tirarme al suelo, con cámara y trípode incluidos. Fue entonces cuando me dije a mi mismo que tenía que escribir algo en el blog contando la «dura vida» del shipspotter (shipspotter = dícese del que observa o del que fotografía barcos).
Los dias de temporal son los peores en muchos aspectos para los amantes de esta afición; además de padecer
los rigores de la climatología adversa los resultados obtenidos muchas
veces son bastante decepcionantes ya que la calidad de las fotos
deja bastante que desear, aunque también se pueden convertir en los
mejores; el poder ser testigo de un buque surcando el mar embravecido
dando unos buenos pantocazos que con un poco de suerte y tino quedarán
inmortalizados en alguna de las instantáneas tomadas hacen que te entren ganas de salir a la aventura cuando la lógica y una mirada hacia la ventana te invita a quedarte en el sofá bajo una manta viendo una película o leyendo un buen libro.

Como digo la de ese domingo era una de esas jornadas en la que uno se cuestiona su afición. A priori el día se presentaba de lo más interesante y es que, pese al creciente número de escalas en nuestra ciudad siempre es interesante que dos buques de crucero coincidan la misma jornada en puerto. Los protagonistas de ese día eran dos viejos conocidos por nuestras aguas, por un lado el Empress de Pullmantur Cruises, que realizaba con esta escala su segundo embarque en el puerto de A Coruña. Por otro lado estaba el lujoso Seven Seas Voyager de la naviera americana Regent Seven Seas, al que pocas veces recuerdo visitando nuestra ciudad en un día soleado (pero me abstendré de pronunciar la palabra «gafe»). La fecha tan especial tampoco quiso perdérsela un frente frío de libro que llegó a la ciudad ese mismo fin de semana para quedarse durante toda la jornada a hacernos compañía, asi que una vez presentados los tres protagonistas (a los dos buques y la profunda borrasca) procedo a contarles los acontecimientos de tan complicado día.

Los dos protagonistas del día atracados juntos en el muelle de transatlánticos.   
(Foto: Manuel Candal)

Cada shipspotter tiene sus costumbres o su modo de organizarse. En mi caso, mi «jornada de trabajo» suele comenzar el día anterior a la escala echando un vistazo al parte meteorológico para escoger el punto idóneo para la caza. El parte de ese sábado para el día siguiente era, por decirlo de alguna manera, un tanto desalentador: temporal de viento con rachas previstas de hasta 90 km/h, fuertes chubascos y alerta naranja en el mar. El sentido común indica que el domingo no será bueno para dos cosas: llevar un peinado muy elaborado y hacer un safari fotográfico. Afortunadamente carezco de sentido común (y de pelo tampoco ando sobrado).

El Empress a su llegada a la ciudad el pasado mes de mayo.

Poco antes de las 07:00 horas suena el despertador. ¡La 7 de la mañana de un domingo! Definitivamente estoy loco, pero un inesperado (y raro) ataque de sensatez hace que apague la alarma y siga durmiendo. Más tarde descubriría lo acertado de la acción; a la misma hora en que yo me giraba en la cama para seguir roncando el Seven Seas Voyager se encontraba ya comodamente instalado en el muelle de transatlánticos mientras que el Empress llegaba 45 minutos más tarde procedente de Bilbao en mitad de un intenso aguacero. Habrá que centrarse en la salida.
La mañana transcurre de forma tranquila en cuanto a lo climatológico; es evidente que no hará un día de playa pero el tiempo parece que respetará la sesión fotográfica vespertina ya que, aunque el viento incomoda, al menos no aparece la tan problemática lluvia…

…hasta que aparece. A primera hora de la tarde el cuento cambia y el agua vuelve a hacer acto de presencia con letras mayúsculas y no es la única complicación de la jornada; El Empress decide adelantar su salida rumbo a Cádiz y una hora antes de lo previsto compruebo a través del ordenador que ya se mueve a la altura del dique de abrigo. Compuesto y sin barco. Habrá que centrarse en el otro protagonista del día y la cosa cada vez pinta peor. Miro hacia la ventana de nuevo. Parece que tiran el agua con cubos.

Es hora de salir. Un último vistazo por la ventana sirve para hacerme a la idea de que la cosa definitivamente no va a mejorar. Ya en el vez en el coche los limpiaparabrisas apenas dan abasto para despejar el cristal cada vez que la lluvia hace acto de prsencia. Una vez en las inmmediciones de la Torre de Hércules al salir del coche recibo la primera ráfaga de fuego enemigo en forma de chubasco tan torrencial como fugaz. Revisión de desperfectos: enteros pero considerablemente mojados. «punto para ti», mascullo entre dientes mirando al cielo pero no hay tiempo que perder; el color del cielo indica que por ahí arriba andan recargando munición. Me dirijo al habitual emplazamiento desde el que saco las fotos, un lugar al que sutilmente se le conoce como » el rincon del viento» (glups!). Cuando me acerco al lugar una silueta familiar aparece en lontananza y me saluda con la mano; se trata de mi buen amigo Jose, compañero de batallas y habitual colaborador del blog. En mitad del temporal reconforta la compañía de alguien y también agrada saber que hay más locos en el mundo.

Tras el paso del enésimo chubasco en los 15 minutos que llevamos parapetados en una caseta de observación de aves que nos vale de improvisado refugio el Seven Seas Voyager aparece a lo lejos. Preparen las cámaras. En días como éstos la técnica de fotografiado varía sustancialmente a la de cualquier otra jornada. Lo que en otras condiciones sería sacar fotos disfrutando de las vistas del lugar, hoy se convierte en una auténtica batalla en la que hay que moverse aplicando métodos de guerrilla: permanecer agazapado, esperar, descubrirse, apuntar, disparar, esconderse y vuelta a empezar. Asi una y otra y otra vez. El Voyager sigue acercándose hacia nuestra posición pero ahora el chubasco cobra fuerza. Visibilidad cero. Guarden las cámaras. Es una lucha contra los elementos sin descanso.

Viene lo más duro. Hay que «aproarse» al aguacero. Hay que redoblar los esfuerzos por encuadrar bien, que el viento no te haga rodar por los suelos y que la cámara de fotos no muera por ahogamiento. La fuerza del viento a duras penas me permite oir a Jose decir «la caseta se mueve». Instintivamente me río pero al momento caigo en la cuenta de que no es una broma; la caseta que nos sirve de parapeto ha empezado a temblar sobre nuestras cabezas de manera preocupante. Tras unos últimos disparos, más pendientes de la caseta que del Seven Seas Voyager que se aleja en dirección sur, toca retirarse, tarea también complicada porque hay que llegar hasta los coches de una pieza desde nuestro improvisado refugio a punto de volar por los aires. Una vez allí podremos decir aquello de «objetivo cumplido».
Entre el intenso aguacero se vislumbra la silueta del Seven Seas Voyager 
mientras que la lluvia y el viento parecen no amedrentar a los más deportistas.

Ya en casa tras una reparadora ducha y con una bebida caliente en la mano es un buen momento para reflexionar del por que de este comportamento tan ilógico, de cuestionarse si vale la pena el frío, las mojaduras o los madrugones o de si, pasada ya la frontera de la treintena de años, es un buen momento de asumir que voy teniendo una edad más que considerable para tener algo de juicio y decidir que en días como éste lo más sensato es quedarse en casa  y dejar la fotografía para los del National Geographic.
El imperceptible zumbido del disco duro del ordenador me aparta de mis pensamientos. La descarga de las fotos desde la cámara ha concluido y en la pantalla se abre la primera imagen de la caótica sesión fotográfica realizada hace apenas una hora. Al ver al Seven Seas Voyager en mitad del temporal una mueca de satisfacción se dibuja en mi cara. Creo haber encontrado la respuesta a la pregunta que me hizo plantearme este post, ¿por que hago lo que hago? porque adoro hacer ésto.

«Paparazzis» a remojo. Jose posa de manera involuntaria para la foto 
mientras con su cámara captura al Seven Seas Voyager,  que se aleja
rumbo a tierras portuguesas.

Agradecimientos a Manuel Candal por la foto prestada y a Jose Montero por su compañía en tan desapacible día y por ejercer de modelo a la fuerza en alguna de las fotos del post.